por Irene Bianchi

Pasamos una semana signada por los accidentes trágicos: 16 muertos en menos de 48 horas, hasta el momento de escribir, ya que aún había heridos gravísimos. De esos 16, 11 eran chicos. Familias destrozadas. ¿Qué estaremos haciendo mal?
Porque éstas no son catástrofes naturales. Ni terremotos ni tsunamis ni volcanes en erupción. Son tragedias evitables, fruto de la imprudencia que se ha convertido en pandemia.
Los argentinos nos comportamos como si la vida no valiera nada. Jugamos a la ruleta rusa todo el tiempo, arriesgando la integridad de los demás. Cruzamos con barrera baja. Pasamos con luz roja; total, no viene nadie. Viajamos en combis truchas, que es más rápido. ¿Velocidad máxima? Si por acá no hay cámaras. ¿Usar casco? Me da calor y me aplasta el pelo. ¿Tres o cuatro en la moto, con los chicos prensados en el medio? ¿Cinturón de seguridad? Me aprieta la panza. ¿Usar el “manos libre” en el auto? No pasa nada. ¿Tomé una copita de más? No es para tanto. ¿Un boliche bailable con capacidad para 1.000 y dejan entrar 3.000? Genial. Y si se los hace saltar en el VIP, tanto mejor. ¡Aguanten las fiestas de egresados! En pleno centro porteño se derrumba un edificio habitado porque al lado se estaba realizando una flor de excavación: mudanza exprés. Un avión de Sol aterriza de emergencia en Rosario por “desperfectos técnicos”, pero eso sí, los pasajeros elogian la pericia del piloto y aprovechan a conocer una hermosa ciudad, una vez pasado el susto.
Analizando este estado de cosas, es un verdadero milagro que quedemos algunos sobrevivientes en este país. ¿Será cierto aquello de que Dios es argentino?