por Irene Bianchi 

Aquí  estoy otra vez, Diario, abriéndote mi corazón. Me encanta tenerte de fiel confidente. Contarte lo que me pasa me ayuda a ordenar la cabeza, a acomodar la estantería, a plumerearme las ideas y sacarle lustre a mis deseos. Hablando de deseos, pienso en la lámpara de Aladino, aquella que frotabas y pedías 3, ¿te acordás? Una vez leí que hay que tener mucho cuidado con lo que se desea, porque se te puede cumplir. Y después, ¡agarráte Catalina! Vos lo pediste, vos lo tenés. ¡Cuántas veces uno se arrepiente de lo que pidió y le fue concedido! Yo, sin ir más lejos, me ensarté con cada aparato que ni te cuento. Les prendía velas a todos los santos para que el fulano de turno me diera bola, y al poco tiempo les echaba en cara a los pobres santos que me hubieran hecho caso. Y sí, siempre fui bastante Gata Flora, para qué negarlo. Suerte que una, con los años, va aprendiendo. Lástima que, como decía el filósofo pugilístico Ringo Bonavena, la experiencia es un peine que te dan cuando ya te quedaste pelado.
Cuando yo era chica (sí, ya sé, hace añares, ¡no hace falta que me lo recuerdes!), desear era mala palabra. Y ni hablar del placer.  Siempre estaba asociado al pecado, a lo prohibido, a algo sucio, oscuro, chancho. ¡Cómo han cambiado las cosas! Yo soy de la época de: la letra con sangre entra; primero el deber; hacer oídos sordos, mirar para otro lado, apretar los dientes y aguantar… Seguro que de ahí me viene este bruxismo machazo que tengo, que me está desgastando los dientes y desarrollando los maceteros a lo pavote. Debe ser por todas las cosas que me fui guardando y nunca escupí a tiempo. Porque una se callaba, ¿viste? Si tus viejos no te daban permiso para salir, era “No” y punto. Ni se gastaban en darte explicaciones. No había tutía. Andá a negarles algo a tus hijos o nietos hoy en día. Te obligan a argumentar tu arbitraria y despótica decisión hasta el fin de los tiempos, y te ganan por cansancio.
Todo es pendular, ¿viste, Diario? El otro día ví  un pantalón “pata de elefante” en una vidriera. ¡No lo podía creer! Vuelve la moda de los ’70 y los ’80. Y yo que regalé todas esas pilchas hace rato. Tal vez con las conductas pase lo mismo. En una de ésas vuelve la costumbre de ponerles límites a los chicos. Aunque creo que el tema ya se desmadró, se nos fue de las manos. La maestra, por ejemplo, o el profesor, eran intocables, sagrados. Si te aplicaban un castigo o una penitencia, tus viejos daban por sentado que te habrías mandado alguna macana y lo tenías bien merecido. A ninguno se le iba a ocurrir ir a la escuela a cuestionar o prepotear al docente. Ahora los pobres maestros la ligan por todos los güines. Los fajan los pibes y sus papitos. ¿Dónde se ha visto? Hoy la docencia es más insalubre que trabajar en una mina de carbón o una cámara frigorífica. Y además tienen que hacer de psicólogos, porque los chicos vienen con un corso a contramano en el bocho que ni te cuento. Te hablan del novio de mi mamá, la “chica” de mi papá, mis ocho abuelos; andan como bola sin manija, de aquí para allá, sin nadie que les revise el cuaderno, como hacían nuestros viejos. O los esperen con el almuerzo listo o la chocolatada calentita. Los pibes andan medio huérfanos de atención domiciliaria, y los maestros pagan el pato. Tienen que hacer malabares para atacar todos los frentes.
A otros que se les ha perdido el respeto es a los canas. Antes, el policía de la esquina era como el Angel de la Guardia, un protector del barrio. Los vecinos lo saludaban, le convidaban mate, facturas, le preguntaban por su familia. Era un servidor público querido y respetado por la gente. Habría que recuperar esa figura, ¿no? Ojalá pudiéramos volver a confiar en las instituciones, Diario. En todas. A los de mi generación, nos han defraudado tanto, nos han metido tanto el perro, que cuesta volver a creer en políticos, curas, funcionarios, administradores del Estado, todos los que tienen que velar por nuestro bienestar y seguridad.  Estamos curados de espanto.
Pero, por citar a Palito -el John Lennon del Club del Clan- yo tengo fe que todo cambiará. Y tal vez por los mismos argumentos de los que me quejé al principio: así como los chicos ya no se tragan cualquier verdura y piden explicaciones a sus viejos, puede que el pueblo deje de ser tan manso y resignado, y se anime a pedirle explicaciones a sus gobernantes, con respeto, eso sí, y buenos modales. Lo cortés no quita lo valiente.
Porque hoy, como hace doscientos años, querido Diario, el pueblo insiste en saber de qué se trata, ¿no?
Perdón. Me puse bicentenaria, qué le vamo’ hacer.
¡Hasta la próxima confidencia, amigo! Chau, chau!