por Irene Bianchi

“A mí no me interesa tanto la patología individual de los torturadores como la formación de subjetividades de ciertas instituciones que pueden hacer creer que las aberraciones más grandes, lo brutalmente anormal, parezca como cotidiano y normal”. Palabras de Eduardo “Tato” Pavlovsky (1933), médico, psicoanalista, iniciador del psicodrama en Latinoamérica, novelista, director de cine, dramaturgo, actor, autor de obras emblemáticas: “El señor Galíndez”, “La mueca”, “Cámara lenta”, “Telarañas”, “El señor Laforgue”, “Rojos globos rojos”, “La muerte de Marguerite Duras”, “El cardenal”, entre tantas otras.
 El tema central de “Potestad”, estrenada en 1985, es la apropiación de niños durante la dictadura militar. El protagonista de este monólogo es un médico llamado a constatar la muerte de dos “subversivos”, quien –luego de cumplir con su tarea –descubre por casualidad a la hija de la pareja acribillada, encerrada en el baño, llorando aterrorizada. Sin dudar ni siquiera un instante, la alza y se la lleva a su casa, cumpliendo por fin con el anhelo de él y su mujer, de tener un hijo, deseo que la esterilidad les negó. No siente ni una pizca de culpa ni de remordimiento. Por el contrario, está convencido que tiene derecho a hacerlo, que esa niña le pertenece porque “se la ganó”.
Y la cría con amor y devoción. Esa hija, rebautizada “Adriana”, es la luz de sus ojos. Al respecto decía el autor: “Los criminales y raptores de niños podían ser tiernos. Precisamente eso es lo que los convierte en individuos muy complejos”.
Esa terrible e inquietante ambigüedad es seguramente lo que atrajo a Pavlovsky para construir el personaje de “Potestad”: un monstruo tierno.
El psiquiatra y actor bahiense Héctor Grimberg, radicado hace años en España, hizo un vuelo rasante por el Teatro Estudio, y se puso en la piel de este contradictorio personaje, ofreciendo una formidable interpretación, visceral,  creíble hasta la médula.
 El clima de la pieza va sumergiéndose de a poco en aguas profundas. Al principio, provoca hilaridad su conducta obsesiva, sus tics, sus manías, y hasta genera simpatía y empatía. Pero luego, muy paulatinamente, se va desenmascarando, y aparece el apropiador, el victimario, el burlador burlado.
Grimberg materializa con sus gestos y miradas a sus interlocutores imaginarios: su mujer, distante, fría, que no lo registra, para luego encerrarse en su cuarto, alienada por la partida de Adriana;  “su” hija, de quien cree adivinar los pensamientos;  los dos hombres que vienen a buscarla, a restituirla, a devolverle su verdadera identidad.
Luego sí dialoga con una mujer de carne y hueso (¿su hermana? O más bien, monologa, pues ella se limita a escucharlo, a ser mudo testigo de este hombre roto, vacío.
Los movimientos de Grimberg, su andar, las inflexiones de su voz, sus pausas, son afinados recursos de un actor que se adueña del espacio vacío y cautiva a su atenta audiencia.

“Potestad”: una pieza que no ha perdido un ápice de impacto, en una magnífica composición.