por Irene Bianchi 
“Para no morir”, de Nelson Mallach. Actuación: Nora Oneto. Escenografía y vestuario: Cristina Pineda. Iluminación: Federico Genovés. Asistente de dirección: Jorgelina Pérez. Dirección: Nelson Mallach. Espacio 44, Avda. 44 Nº 496, entre 4 y 5. Sábados 20 hs. 
En el programa de mano de “Para no morir”, su autor, Nelson Mallach, señala haberse inspirado en la cosmogonía del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994), y menciona puntualmente dos de sus novelas: “La Vida breve” (1950) y “El astillero” (1961).
Onetti es considerado por muchos analistas (entre ellos, Luis Harss en “Los Nuestros”), como el lobo estepario de las letras uruguayas. Al igual que su admirado Roberto Arlt y su maestro William Faulkner, que descubrían abismos insospechados en la vida cotidiana, Onetti fue un pintor y buceador del alma humana, rastreando lo metafísico en lo miscroscópico. Nihilista y kafkiano a ultranza, como la mayoría de los escritores de su generación, sus personajes son parias espirituales, desterrados morales. Hay en ellos una desesperada nostalgia por la juventud, la inocencia y la pureza desvanecidas y una obsesión por el sentimiento de culpa.
Al referirse a su obra maestra, “La vida breve”, el propio Onetti dijo: “Yo quería hablar de varias vidas breves, decir que varias personas podían llevar varias vidas breves. Compartirlas, transferírselas mutuamente. Al terminar una, empezaba la otra, sin principio ni fin. Claro que las “varias” vidas breves son en realidad una, multiplicada por relevos, muchas veces. Se turnan, a intervalos irregulares,  en los que cierta configuración de personas regresa, se transforma en otra parecida, y muere para renacer.”
En la pieza escrita y dirigida por Nelson Mallach, la  protagonista es una mujer y todas las mujeres. Una adolescente (como tantas adolescentes seudovirginales de Onetti), y a la vez su sirvienta y su profesora. La trama es mínima, como lo es la secuencia cronológica: todo parece acontecer simultáneamente, en un eterno presente. La eternidad es ahora.
El lugar: una fábrica de ladrillos abandonada, cuyo dueño está  preso o muerto. Un dormitorio  oscuro y decrépito, casi una celda, y atrás la alta chimenea del horno que invita al suicidio. El personaje: una “niña vieja” que muta una y otra vez, como un ritual necesario para mantenerse viva; juega al gato y al ratón; recuerda, fabula, sueña con una vida mejor que nunca llegará. Tal vez, con suerte, el agua del pozo o foso que circunda su palafito, la tape y la libere de una vez para siempre.
En medio de tanta sordidez, un toque de humor: la excitante clase de geografía reproductiva. Oportuno quiebre en el tono general de la puesta.
Nora Oneto da vida a los personajes de la obra de modo tal que el espectador puede ver y distinguir a estas tres mujeres, como así  también al padre ausente (gran titiritero) y al viejo pretendiente. Su voz, sus gestos, su cuerpo, todos instrumentos idóneos puestos al servicio de la metamorfosis. Notable labor.
Ningún elemento está puesto al azar. Esa papa (¿papá?) húmeda, como la mano sudorosa de la niña en el entierro de su madre; el calzado embarrado de la profesora; el balde-foso de la sirvienta, su cuchillo, la medallita-cotillón de la jovencita, el bastón fálico de la profesora. El vestuario y la peluca: lograda economía de recursos para la transformación. La puesta de luces: precisa y sugerente.
  “Para no morir”: el juego de las máscaras. Teatro en estado puro.