por Irene Bianchi
Espectáculo austero, despojado, minimalista. Una silla en el centro del escenario y un haz de luz. Un actor descalzo, vestido de blanco, y su afinado instrumento: su cuerpo, su voz, su interpretación, todo puesto al servicio de un texto de su autoría. Nada que distraiga, ni siquiera música incidental. Solo la magia de las palabras, que corporizan personajes: Federico García Lorca, su madre, su padre, su adorado Salvador Dalí, y su verdugo.
Para alguien como Pepe Cibrián Campoy, tan asociado a las mega-comedias musicales, enmarcadas en complejas escenografías y sofisticados maquillajes y vestuarios, esta frugal propuesta es todo un desafío. Diríase que el actor está total y deliberadamente desnudo, en cuerpo y alma, para trasmitir su alegato de manera inequívoca y frontal, sin eufemismos ni subterfugios.
Pepe es Federico, el poeta perseguido y asesinado por su ideología y por su elección sexual. Su texto suena absolutamente lorquiano, como si el propio andaluz lo hubiera escrito pocas horas antes de ser abatido por las balas de la intolerancia y el oscurantismo.
Con las inflexiones de su voz y algún leve y sutil movimiento, Pepe va creando a sus interlocutores y dialogando con ellos, de modo tal que el espectador los imagina, los adivina, los ve. Y el respetuoso silencio del público está preñado de emoción, de congoja por esta agónica crónica de una muerte anunciada.
Como lo hiciera Alfredo Alcón hace años en su bello espectáculo “Los caminos de Federico”, Pepe Cibrián Campoy nos acerca nuevamente a la obra de Lorca, ahora desde una perspectiva personal, testimonial, íntima, visceral. Su entrega es incondicional, conmovedora, auténtica. Y el aplauso de pie del final da cuentas de eso.