Acompañé a mi hija menor a inscribirse en el curso de ingreso a la Facultad de Bellas Artes. Mientras ella hacía algunos trámites, me entretuve observando a todos esos jóvenes, que están a punto –pensé- de comenzar una de las etapas más formidables de sus vidas.
Me ví a mi misma, allá por el ’69, haciendo cola para anotarme en Humanidades, conociendo en ese momento a chicos del interior, que se convertirían luego en amigos de por vida. Recordé, no sin cierta nostalgia, esos años universitarios, esa inolvidable bohemia, tan rica en experiencias de todo tipo. Años de crecimiento, de utopías, de rebeldía, de descubrimiento, de goce y diversión. Años previos, afortunadamente, a la noche que sobrevino luego y nos dejó paralizados y a oscuras.
Volviendo al presente, reflexioné, casi en voz alta: estos chicos van a seguir carreras tan poco utilitarias y pragmáticas como música, plástica, diseño, cine. Muchos de sus preocupados padres seguramente se preguntarán: “¿De qué van a vivir cuando se reciban, Dios mío?”
Pero … qué bueno que ellos no se lo pregunten ni se lo cuestionen, y elijan lo que les gusta de alma, lo que los moviliza; que apuesten a sus sueños, a sus pasiones, a lo que el corazón les dicta. Qué bueno que en una época tan desacralizada, materialista y mercantilizada como ésta, en la que todo se reduce al dinero, ellos abracen algo tan intangible, inasible y poco rentable como el Arte. Que saludable que piensen en colores, en melodías, en imágenes y no en pesos o dólares. Qué bueno que no sean títeres del mercado (al menos, no aún), que no respondan a mandatos, a lo que conviene, a lo que rinde, a lo políticamente correcto, a lo que “garpa”.
Ya se las van a rebuscar. Ya van a encontrar la manera de vivir de esto que eligieron.
No todo está perdido, pensé, si tantos jóvenes llevan dentro esa chispita sagrada, esa vocación, ese llamado. Más allá de los resultados o el reconocimiento que obtengan a futuro, los caminos que van a recorrer serán de un enorme enriquecimiento intelectual y espiritual. Se volverán más sensibles, más sutiles, más perceptivos, más reflexivos, más observadores, más imaginativos, más creativos, más disciplinados, más respetuosos, más pacientes, más tolerantes, cualidades éstas que lamentablemente escasean entre nosotros, los adultos, y que tanto necesita el mundo para sanearse.
Afortunadamente, tenemos un semillero de lujo. Confío plenamente en las nuevas generaciones. Sé que ellos harán las cosas mejor, aprenderán de nuestros errores, y construirán una sociedad más armónica, más sensata, más justa, más bella. Por otra parte, no cabe otra opción.
No es un dato menor que el Arte esté vivito y coleando en La Plata. Muy buena señal.