En esta época todos los años se repite un ritual en La Plata, ciudad que me adoptó desde mis días de estudiante universitaria, la ciudad de las diagonales hoy pintadas de violeta por los jacarandás, tan bien homenajeados por María Elena Walsh. ¿Cuál es ese ritual? Caravanas de autos que tocan bocina siguiendo a otro vehículo con el baúl abierto, y en él una joven o un joven recién egresado. Flamantes arquitectos, ingenieros, profesores, odontólogos, informáticos, psicólogos; diseñadores, artistas plásticos, abogados, contadores, científicos; muchachos y muchachas enchastrados, casi en cueros, con la felicidad a flor de piel. Y detrás, bullangueros amigos, familiares, compañeros, festejando ese momento único, irrepetible, ese cierre de una etapa plagada de esfuerzo, constancia, disciplina, sacrificio. Y voy a usar una palabra devaluada y desprestigiada inmerecidamente: mérito, enorme mérito. Me produce enorme ternura verlos pasar; los saludo como si los conociera. Porque a pesar de todo, a pesar de la pandemia, a pesar de una clase política que históricamente parece empecinarse en desanimarlos, en expulsarlos, en pincharles el globo, estos jóvenes siguen apostando a sus sueños quemándose las pestañas, cultivándose, capacitándose. Son la sangre nueva que el país necesita imperiosamente. Sin educación no hay futuro. Ellas y ellos eso son: el futuro. No todo está perdido …