Nuevamente pequé de ingenuidad. Creí que ella iba a volver más calmada, menos confrontativa, menos agresiva, menos belicosa. Pensé que su silencio de casi 4 años se correspondía con un período de reflexión, de meditación, de autocrítica, de introspección. Imaginé que abandonaría ese tono irascible, esa tendencia a “retar” a quien se le opusiera. Supuse que su regreso contribuiría a zanjar grietas, a unir voluntades, a propiciar el trabajo en equipo –más allá de ideologías e ideologismos- en pos del bien común. En cambio, hoy se la ve y se la escucha “reloaded”, recargada, desafiante,  amenazante, dispuesta a “ir por todo”, como alguna vez expresó. Una pena. No creo que esto sume. No me parece una actitud constructiva ni conciliatoria. Para nada oportuna.  Es ponerse nuevamente en el centro de la escena, cual Prima Donna, demostrando claramente (si eso fuera necesario) que ella es el poder detrás del trono (o del Sillón de Rivadavia). Ella es quien, pulgar arriba o pulgar abajo, decide, veta y designa.  Además, se adueñó prematuramente del juicio de la Historia, de su absolución, cuando creo que para eso habría que esperar un par de siglos al menos. Y a la par, como era previsible, ella y él matan al mensajero señalan a los medios críticos como enemigos a perseguir y silenciar. Nada nuevo bajo el sol. Deja vu. Un regreso al pasado.  “L’État c’est moi”, decía el Rey Sol, Lui XIV de Francia. Ella diría “El Poder soy yo”.

Publicado en Clarín