
Soy de la generación que se crió leyendo libros, en una casa donde abundaban, yendo a la Biblioteca Popular Mariano Moreno de Bernal para consultar, orgulloso producto de la educación pública en sus tres niveles. Me recibí en los 70 en la Universidad Nacional de La Plata como profesora en Lengua y Literatura inglesa. No eran tiempos de fotocopias y mucho menos de Internet. Atesoré las obras de los más destacados poetas, ensayistas, novelistas, cuentistas y dramaturgos norteamericanos e ingleses. Cientos de bellos libros llenaron estantes y estantes. Un buen día pensé: ¿por qué no devolverle a la Facultad de Humanidades parte de lo mucho que me dio, donando mis libros en inglés a su biblioteca para que los actuales estudiantes del profesorado y traductorado los disfruten? Son caros, difíciles de conseguir, y yo no los volveré a leer. ¿Qué sentido tiene que junten polvo en mi estudio si pueden volver a la vida en manos de jóvenes lectores? Les ahorro un trabajo a mis hijos cuando yo pase a otro plano.
Me contacté con el Departamento de Lenguas Modernas de la facultad y su secretaria, muy diligente, vino a buscarlos. “¿No te da lástima desprenderte de estas joyitas?”, me preguntó. “¡Claro que sí!, pero más pena me da que nadie los disfrute y los aproveche”. Me permito sugerir que quien lea estas líneas, me imite y haga circular sus libros en escuelas, universidades, bibliotecas populares, para que niños y jóvenes descubran que no hay nada comparable con el libro en papel, esas cajas de Pandora que desarrollan nuestra imaginación, enriquecen nuestro vocabulario y nos abren las puertas de par en par a fascinantes universos desconocidos.
Diario Clarín, 22/05/2025