por Irene Bianchi 
“No soy un caballo”, de Eduardo Pérez Winter, en colaboración con los actores. Elenco: Diego Cremonesi, Walter Jakob, Francisco Egido. Iluminación: Adrián Grimozzi. Escenografía: Carla Balboa. Vestuario: María Sábato. Asistencia de dirección: Hernán Ghioni. Dirección: Eduardo Pérez Winter. Espacio 44, Avda. 44 entre 4 y 5. Próxima función: martes 22 de noviembre, 22 hs. 
Tres amigos – Matías, Esteban y Fernando – pasan un fin de semana en el campo. Esteban (Cremonesi) tiene que liquidar la casa de su abuelo –muy a su pesar- para saldar cuantiosas deudas. La estadía en ese paisaje de infancia lo sume en una profunda melancolía. Recuerda esas tardes de verano, mitigando el calor en el tanque australiano, haciendo olas; las cacerías de peludos, con los perros como únicas armas; la figura de su carismático abuelo, montando al brioso “Luna llena”, como un desquiciado hidalgo de las pampas.
Esteban parece más hijo de su abuelo que de su padre. El viejo es un personaje que lo marcó a fuego. Y volver a esa casona abandonada, poblada de fantasmas, después de tantos años, le provoca una regresión, un viaje al pasado, casi un cuestionamiento existencial. Hay olores, texturas, sonidos, que lo retrotraen a una época más feliz, sin conflictos. Esteban se vuelve introspectivo, ensimismado, “nublao”, tironeado entre el apremio que lo obliga a deshacerse de ese lugar, y sufriendo a la vez la amputación de un pedazo de su historia.
Hay un testigo de esa época: Robustiano, un viejo baqueano, confidente de su difunto abuelo, pícaro y ladino como todo hombre de campo, interlocutor válido.
Matías (Jakob) y Fernando (Egido) no están en su habitat natural. Son forasteros, “outsiders”. No alcanza el equipo de mate para transformarlos en lugareños. Ni las boinas alcanzarían. Así como el viento enloquece a los caballos, también altera el comportamiento de estos seres urbanos ubicados en un contexto inusual, que los enfrenta con sus propias miserias. Salen cosas a la luz, secretos bien guardados, traiciones, que afectarán el vínculo. No serán los mismos quienes regresen a la ciudad.
“No soy un caballo” es una pieza en la que se dice mucho más de lo que expresan las palabras. Hay más subtextos que textos. Como en la vida misma.
Hay gran teatralidad en la puesta, un interesante manejo del espacio y una inquietante puesta de luces. El espectador construye a la par, armando y desarmando escenas sobre la marcha: recorre con los personajes el camino al pueblo, entra a la pulpería, al establo, acaricia a los caballos. Todo lo sugerido se materializa como por arte de magia, se vuelve tangible. El vacío se preña de contenido.
Todo el peso de la obra recae en la actuación, que resulta creíble y contundente. Hay toques de humor, tensión y dramatismo. Los diálogos son ágiles y el ritmo aceitado.
Impacta la imagen final, esa simbiosis hombre-caballo, en plena huída hacia atrás.