por Irene Bianchi

“Final de partida”, de Samuel Beckett, traducida por Francisco Javier. Elenco: Alfredo Alcón, Joaquín Furriel, Graciela Araujo y Roberto Castro. Vestuario: Mirta Liñero. Iluminación: Gonzalo Córdova. Escenografía: Norberto Laino. Producción asociada: Complejo Teatral de Buenos Aires-Pablo Kompel. Dirección: Alfredo Alcón. Teatro General San Martín, Sala Casacuberta.

Intentar desentrañar una pieza de Beckett siguiendo las pautas con las que se suele analizar una obra de teatro convencional, es indudablemente un esfuerzo digno de mejor causa. El genial dramaturgo irlandés  propone un juego diferente, heterodoxo, desestructurado, que desacomoda e intriga al espectador, causándole perplejidad y hasta cierta molestia. Es perturbador porque nos obliga a salir de nuestra “comfort zone”, y nos ubica en un ámbito sin espacio ni tiempo, sin lógica ni coherencia, y cada cual hará su propia lectura de lo visto.
Tres son las obras más conocidas y representadas de Samuel Beckett (1906-1989), figura emblemática del así llamado Teatro del Absurdo: “Esperando a Godot” (1952), “Final de partida” (1957), y “Los días felices” (1960). En todas ellas, sobrevuelan las mismas cuestiones existenciales: el sinsentido de la vida, el individualismo, la incomunicación, la soledad, el abandono, la ausencia de Dios, la eterna espera.
  “Final de Partida” gira en torno al vínculo amo-esclavo. “Hamn” (Alcón) es un soberano ciego e inválido, cuyo único servidor es el joven “Clov” (Furriel). Habitan un refugio oscuro, frío, húmedo, emplazado en medio de la nada misma, junto a los fantasmas de los padres de Hamn, “Nell” (Araujo) y “Nagg” (Castro).
A pesar de este clima apocalíptico, los personajes de Beckett siempre tienen rasgos tragicómicos, deliberado recurso del autor para eludir el tono solemne y grandilocuente. Esto es lo que Alfredo Alcón, en su rol de director, aprovecha en su puesta, matizándola constantemente con pinceladas que distienden y dan cierto respiro al abrumado espectador.
Hablar de la soberbia interpretación de Alcón es- a esta altura- casi una redundancia. Siempre sentado, sus ojos ocultos tras gafas oscuras, emplea los infinitos matices de su voz como nadie. Sutil, medido, pícaro por momentos, ofrece una clase magistral sin moverse.
En Joaquín Furriel recae gran parte del peso de la obra. Lo primero que salta a la vista es la meticulosa composición física del personaje: su andar encorvado, sus pasitos arrastrados, sus movimientos mecánicos. No debe ser nada fácil estar a la altura de un “animal de teatro” como Alcón, y Furriel lo está en “Final de Partida”.
Correctas las breves apariciones de Graciela Araujo y Roberto Castro, simbolizando la muerte que acecha.
Un placer estético gozar de una propuesta de este nivel en una sala tan hermosa como la Casacuberta, poblada de tantísimos duendes.