Seamos sinceros. El vergonzoso escándalo que impidió la realización del partido River-Boca el sábado pasado, estaba cantado. Más que cantado. Todos sabíamos que se iban a producir disturbios. Era una fija. El virus de la violencia infectó nuestra sociedad hace rato, y se ha convertido en una enfermedad crónica, algo que hemos naturalizado, algo con lo que convivimos a diario. Apelando a un neologismo, podríamos denominar este mal como “barrabravismo”, un patoterismo incompatible con los mínimos códigos de convivencia. No hace mucho, una manifestación casi toma el Congreso por asalto, destrozando la Plaza sin miramientos. Y no es la primera vez. Las protestas –legítimas en su mayoría- son extremadamente violentas, y sólo porque “Dios es argentino”, no se producen más muertes durante las mismas. Los operativos de seguridad fracasan estrepitosamente, una y otra vez. No hay prevención ni estrategias para adelantarse a los acontecimientos. O –si las hay- resultan harto insuficientes. Me pregunto si las autoridades han tomado esto en cuenta ante la inminencia del G20. ¿Volveremos a llorar sobre leche derramada? ¿Volveremos a lamentarnos a posteriori? Nadie parece estar a la altura de las circunstancias. Cuesta admitirlo, pero esto somos. Así en el fútbol como en la vida. Triste y lamentable.