por Irene Bianchi
¡Hola,  confidente! No sabés las ganas que tengo de contarte lo que viví.  Estoy en estado de éxtasis, te lo  juro. No, no estoy borracha, ni me empastillé. Creéme.  Sin embargo, ando como embriagada, embelesada, hechizada, flotando a  varios centímetros del piso. Como cuando te enamorás,  ¿viste? Cuando te agarrás un metejón machazo, de  ésos que te dan vuelta como a una media, que te llenan la cabeza de  pajaritos y la panza de mariposas.
 No me hago  la misteriosa, Diario, sólo quiero explicarte primero las sensaciones  que me dejó verlo. ¿Ves? Ahí ya te dí  una pista: verlo. Agrego otra: y escucharlo. Tibio, tibio… No, sola  no estaba. Había otras 44.999 personas conmigo. Y a pesar de eso, fue  una cita romántica con cada uno, como si cada uno de nosotros hubiera  estado a solas con él.
Bueno, basta  de suspenso. Te bato la justa. ¡LO FUI A VER A PAUL MC CARTNEY!
Sí, como  lo oís. Ya había venido a la Argentina en el  ’93, pero en ese momento yo estaba tan sepultada debajo de pañales,  cacerolas y laburo, que ni me enteré. Esta vez no me lo podía perder.  Así tuviera que vender el auto o hacer la calle (bueno, esta  última opción no, porque más que cobrar, tendría que pagar, a esta  altura del campeonato).
Te aviso  que no fue nada fácil conseguir entrada. Volaron a las pocas horas  de salir a la venta. Se ve que yo no era la  única que moría por ir. ¿Sabés que ya hay cuatro generaciones de  fans de los Beatles? ¡Cuatro! ¿Qué  otro artista vivo puede ufanarse de semejante  éxito y vigencia? Vos dirás los Rolling. Puede ser. Lo que pasa   es que a mí nunca me quitaron el sueño. Cuando  éramos adolescentes, había 2 bandos bien definidos: los seguidores  de los flequilludos de Liverpool, y los fanáticos de los Stones.  Los Beatles fueron siempre más prolijitos, más limpitos, más románticos.  Los otros, más onda reviente, más pesados, más roñosos. Otro estilo,  otra música.
El chabón  ya tiene 68 pirulos, ¿podés creer? Y está  impecable, te lo juro. ¿Será  porque es vegetariano? Lo cierto es que está  flaquito (como diría la Su), no perdió  el pelo, y tiene una vitalidad en el escenario que parece de 40. Se  bancó las casi 3 horas del show, sin tomarse un descanso ni un vaso  de agua. No sé si se habrá botoxeado la cara un poquito, pero-en todo  caso- no se le nota. Y conserva esa simpatía de siempre,  ¿sabés? Hasta se largó a hablar en español:  “¡Qué público amistosou, tan buena onda!” Un capo. 
Un espectáculo  aparte eran las caras de la gente. Y te hablo de pibes de 10, adolescentes,  gente de 20, 30, 40, hasta los setentaypico, te diría. Todos saltábamos,  bailábamos, gritábamos, reíamos, llorábamos, al mismo tiempo. Había  un clima de felicidad que no puedo describir con palabras. Me quedaría  corta. Era un estado de gracia colectivo,  todos vibrando en la misma frecuencia, unificados por un sentimiento  de gratitud hacia un tipo que siempre estuvo al lado nuestro, o más  bien, adentro nuestro, en el cuore,  ¿sabés?
Ni hablar  cuando cantó los clásicos: “Yesterday”,  “Hey Jude”, “Let it be”, “All my loving”,  “Blackbird”, “My love”, “Something”,  “I’m looking through you”, “Back in the USSR”,  “Band on the run”, “Paperback Writer”,  “Give Peace a Chance”, “Obladi Oblada”,  “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band”: un festín, una avalancha  de placer, una catarata de dicha, un océano de goce, un tsunami emocional.  Si me permitís, un orgasmo. Y de los buenos.
Daban ganas  de correr al escenario, estrujarlo en un abrazo y gritarle:  “¡Gracias, Paul! Gracias por tu talento, por tus canciones, por tu  música, por haber sido testigo de nuestra vida, compañero de viaje.  Gracias por seguir deleitándonos. Gracias por haber sobrevivido a tantas  cosas y mantener intacto tu entusiasmo, tus ganas,   tu buen humor, tu picardía, tu carisma. Gracias por tu creatividad,  tu sensibilidad, tu chispa.”
Todos salimos  rejuvenecidos del recital, como si hubiéramos recuperado algo que se  nos había extraviado, con un calorcito en el pecho y una sonrisa de  oreja a oreja, pipones, repletos, contentos de verdad, con una contentura  que no se va con los días, con un sabor  dulzón en la boca, más livianos, más alegres.
Cuando esas  45.000 personas en el Monumental hacíamos la ola, mientras esperábamos  al genio, fue como volver a ser niños, jugando, divirtiéndonos con  nada, compartiendo entre desconocidos la enorme expectativa del reencuentro.
Y no nos  defraudó. En absoluto. Nos regaló  2 noches mágicas, perfectas, imborrables.
¿Qué le  pediría? Una sola cosita. Por favor, Paul:  ¡no te mueras nunca!
                    