Hace 50 años sufrí un abuso. Tenía 17 años y marcó mi vida. Psicoterapia mediante, logré salir adelante, animarme a entablar relaciones sanas, no violentas. Pero cada vez que escucho un testimonio como el de Thelma Fardin o leo una noticia sobre violaciones, se me eriza la piel y se me estruja el corazón. Y lloro, por las víctimas y también por mí. Revivo esa circunstancia atroz, nauseabunda, en la que una mujer deja de ser dueña de su cuerpo para convertirse en un objeto a merced del otro. Hoy celebro y aplaudo el coraje de las mujeres que no se callan. A mí me costó mucho hablar de esto, porque lo perverso de la situación es que se revierte la culpa, de modo que la víctima siente vergüenza por lo padecido, como si fuera en parte responsable de lo sucedido. Hoy siento que las mujeres nos estamos pariendo a nosotras mismas. No nos callamos más. Denunciamos públicamente, porque es nuestro derecho y nuestra obligación. Por nosotras y por las compañeras que no tienen voz, que no se animan.