Fui a retirar a mi nietito a la escuela, mi actividad favorita. Llegué temprano y me senté en un escaloncito. Miré a mi alrededor y vi a una docena de personas mirando su celular. Cada uno de ellos enfrascado en su móvil. Esto se repite inexorablemente en la cola del Banco, del super, en la sala de espera de cualquier médico o dentista, esperando el micro, en el micro, donde fuere. No reniego de la indiscutible utilidad del aparatito, pero no puedo evitar recordar que antes de su irrupción se charlaba, incluso con extraños; se mataba el tiempo entablando conversaciones, conociendo gente. ¿Estamos realmente más comunicados  entre nosotros o justamente todo lo contrario? Para quienes nacimos el siglo pasado, el teléfono fijo era un lujo asiático. Había un par en el barrio y demoraba no menos de 20 años obtener uno. Y sobrevivimos. Aquí estamos. Hoy es casi inconcebible prescindir de un celular. Nos encapsulamos en ese micro mundo, en esa burbuja individual, chequeando mensajes, “scrolleando” sin parar, como si nuestra vida dependiera de eso. Una pena. Ni hablar del mal uso que se les da como “chupete electrónico” para que los niños estén entretenidos y “no molesten”. Los hacemos adictos desde su más tierna edad. Sería saludable recuperar la costumbre de mirarnos a los ojos en lugar de la hipnótica pantallita, ¿no?

Diario La Nación, 15/06/2025

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